No sirve de nada darse cabezazos contra una puerta, joven guerrero. En ocasiones es más fácil girar el pomo y abrirla.

 
Que el demonio existe es algo que muchos satánicos, exorcistas y frikis varios llevan tiempo diciendo. Que existe, tiene cuatro años y es rubio es algo que solo digo yo. Y a mí la gente también me mira como si estuviera loca, pero claro, esa gente no ha sentido su poder satánico como lo he sentido yo.

El principio básico de dicho poder es una auto estima y una confianza en sí mismo a prueba de bombas. No hay muchos niños de cuatro años capaces de plantarse delante de un señor que les cuadriplica el peso, el tamaño y la mala leche y que para más señas es su padre y, con una mirada desafiante, decirle: “Macho, tu a mí no me cortas las uñas de los pies”. Decirlo y cumplirlo, porque después de pasarse horas sentado en un sillón sin tele y sin jugar, pudiendo abandonar el mismo solamente para comer, dormir e ir al baño, con la única premisa de que si consentía que le cortásemos las uñas de los pies se le levantaría el castigo, él permaneció impasible totalmente, mirándonos desafiante desde su sillón de pensar, en el que, al parecer, el único pensamiento que desarrolló fue: “ macho, tu a mí no me cortas las uñas de los pies” Y punto.

Si, si, ya se lo que piensan esas que menean la cabeza de lado a lado con actitud condescendiente. Ese niño es un maleducado, y un consentido y no tiene más que montar una pataleta para que le den lo que quiere, por eso es así. Con el debido respeto, mis queridas señoras: los cojones. Hemos aguantado estoicamente cientos de rabietas sin ceder ni un milímetro al chantaje; más que yo las ha sufrido su antagonista natural, el Samurai, que ha aguantado llantinas en parques, supermercados, aeropuertos, vehículos a motor y establecimientos de toda índole a lo largo y ancho de nuestra geografía e incluso allende los Pirineos, armado únicamente con una frase que repite una y otra vez como un mantra: cuando dejes de llorar, hablamos. Y si, al final hablan y el niño no consigue las chuches o lo que sea que generó su estallido, y todos tan amigos hasta la siguiente rabieta.

Debo decir que la cosa ha ido mejorando poco a poco y que ahora más que en forma de rabietas, su maldad encuentra maneras más creativas de manifestarse. Como aquella tarde de sobremesa hace unas semanas, cuando parecía que se había anticipado el verano, en  la que decidió que la mejor manera de darle helado a un perro era restregarse el helado por la cara y dejar luego que el perro se la limpiara a lametazos. O cuando en el parque hace unos días, convenció a su hermano mayor para orinar en un vaso de plástico con el noble propósito de mezclar el líquido obtenido con arena y hacer así una tarta de barro para agasajarme a mí. Lamentablemente me di cuenta de cómo habían hecho la “tarta” cuando tenía una porción en la mano.

Así que, viendo que la cosa empieza a ponerse peligrosa y que corremos el riesgo de que, siguiendo su instinto maligno, nos monte una red de tráfico de armas, o una caja de ahorros o algo por el estilo, hemos decidido establecer con él un programa de puntos por el que conseguirá un regalo si a lo largo de la semana cumple con sus obligaciones y se porta bien. El problema es que el primer regalo que quiere es un juego de química. Una cosa, ¿tenéis en casa refugio nuclear?