Pues señor. Allá
por el mes de marzo, tuve yo una bebota rubia y rechoncha, a que la rotundidad
de sus carnes hizo merecedora del nombre de “La Gordi” por parte de sus
hermanos mayores. Era La Gordi una bebé de libro; dormía del tirón prácticamente
desde el tercer mes de vida (y antes tampoco se despertaba más de dos veces
por noche, las cosas como son) y de las
21:00 a las 7:00 aproximadamente no había niña en la casa. Comía además
estupendamente y lo que comía le aprovechaba tan bien, que ni un mísero cólico
enturbió nunca nuestras tardes familiares.
Todo era harmonía y felicidad hasta que llegó
el momento de ir a la escuela infantil y con él, el ataque despiadado de los
virus. Primero llegaron los mocos. Toneladas de ellos. La primera consecuencia
de los mocos fue que le costaba mucho respirar sólo por la nariz, con lo que
por la noche soltaba el chupete y esto hacía que se despertase y pidiera que
alguien ( cuando digo alguien quiero decir yo) se lo volviese a colocar en su
sitio independientemente de la hora de la madrugada que fuera. Por este motivo,
mis noches, que antes consistían en dormir del tirón, se convirtieron en una
suerte de tortura en plan Guantánamo. Soltaba La Gordi el chupete
convenientemente coordinada con mis fases REM; la una, las tres, las cinco…mierda,
las cinco, a la ducha que hay que ir al curro. Y así durante un par de semanas
en las que el único momento en el que enganchaba sueño profundo era los veinte
minutos de cercanías entre Pitis y Las Rozas.
La segunda
consecuencia de los mocos fue el desbordamiento natural de los mismos hacia los
oídos (no llegó a otitis, gracias a Dior) y hacia los ojos; lugar por el que
desbordaron a través del lacrimal y terminaron produciendo una conjuntivitis
que añadía picor en los ojos a la molestia previa de la nariz congestionada que
ya sufría la pobre. Y que además me obligaba a ponerle el colirio mientras ella
se resistía como bebé panza arriba teniendo que recurrir en muchos casos a
sujetar a la niña con ambas manos y tratar de acertar en el ojo medio cerrado
sujetando el frasquito de colirio entre los dientes. A día de hoy no sé si la
conjuntivitis se le curó por el poco colirio que le cayó, pero sí sé que no
tiene ni rastro de conjuntivitis en las orejas.
Y así
estábamos hasta este pasado lunes, en el que por fin la fiebre hizo su
aparición en escena, que ya estaba tardando. Llamada de la guardería mediante,
la recogí con 38,5 de fiebre, pasamos (otra vez) por la pediatra para que me
confirmara que “es un virus, dale
paracetamol si tiene fiebre” ya tuvo que
venir la artillería pesada. Gracias a mi bendita madre que se ha pasado la
última semana en mi casa por las mañanas, he podido seguir viniendo a trabajar y disfrutar así
de una de las semanas más movidas del año en el museo ( la Semana de la Ciencia)
con el número mínimo de horas de sueño en el cuerpo que te permiten seguir
vivo, pero no mucho. Además, la suerte
ha querido que esta semana coincida con una reunión que tenía al Samurai fuera
de casa, y así yo, que me pasaba la noche durmiendo solo las dos o tres horas
en las que el paracetamol hacía su efecto, me he venido a trabajar ( pero no me
acuerdo mucho de cómo he estado llegando hasta aquí) y me he pasado las tardes
haciendo deberes, jugando al Uno, cocinando, poniendo lavadoras, recogiendo y
limpiando y rezándole a la Virgencita que, aunque yo no soy ni católica ni
nada, que haga que esta noche la niña me duerma un par de horas más.
Ya es
viernes, y siento que ya casi no me aguantan las piernas. Ha llamado el Samurai
para decir que hoy estará ya de vuelta en casa a primera hora de la tarde. A
esa misma hora tengo previsto comenzar mi hibernación de dos días, no me
busquéis.
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