A las cinco
de la mañana suena el despertador. Si, duele tanto como uno se pueda imaginar.
Me levanto como un zombie, me meto en la ducha, me seco, me visto, me planteo
si debería peinarme, decido que sin antes tomarme un café no tendría sentido,
me planteo si debería maquillarme, alguien dentro de mi cabeza se parte de
risa. Usando el móvil como linterna llego a la cocina y me meto la primera dosis
de cafeína.
Es el primer
día de trabajo después de casi seis meses de baja por maternidad y dos previos
de baja por riesgo departo prematuro. Samurai deja a los niños en el colegio,a la gordi en la guardería y a mí se me cae el alma a los pies de dejarla tan
pequeña. Pero en este país las bajas de maternidad son lo que son (o lo que les
hemos dejado que sean) y tengo que volver a trabajar. ¿Tengo que volver a
trabajar? Lo he pensado mucho, conozco a algunas madres que después del tercer
hijo se han quedado en casa, porque echando cuentas, sale casi más rentable que
pagar horarios ampliados, guarderías y comedores; pero al fin y al cabo yo
tengo un horario muy bueno y puedo estar con ellos desde las cuatro de la
tarde, así que, aunque a las cinco de la mañana el pensamiento de dejar el
trabajo es muy tentador, me voy a coger el cercanías.
Las siete de
la mañana. Llego al trabajo. Me quedo parada en medio del museo, no puedo
evitar mirar hacia arriba, nadie puede, el edificio es espectacular. Pero hay
algo que me llama la atención mucho más que la cubierta de vidriera de 1925,
algo que hacía mucho tiempo que no escuchaba: nada. Silencio absoluto. Nadie
chilla, nadie llora, no hay carreras, nadie golpea nada con un palo, nadie ha
metido un transformer en la lavadora. Me quedo unos minutos disfrutando y me
voy a mi despacho. No me acordaba ya de lo que es tener un sitio propio, donde
la gente llama antes si quiere entrar. Tengo un despachito con mi mesa, mi
ordenador, mi cafetera (esta sí que es mía de verdad, lo otro es del estado,
pero me hago la ilusión de que es mío), y en mi despachito trabajo tranquila
hasta que se acerca a saludarme mi jefa. Todo es amabilidad y tonos de voz
razonables, y, para mi sorpresa, no intenta que la coja en brazos ni me vomita
el desayuno en el hombro.
A las diez
vienen a buscarme dos compañeros para ir a tomar un café. Tenemos una agradable
charla de adultos sobre política y temas de actualidad y me quedo muy asombrada
al comprobar que a uno de ellos le han puesto una tostada bastante más grande
que la del otro y aun así no llora ni me pide que la reparta equitativamente.
Además, en ningún momento llegan a pegarse por ver quién salta primero desde el
taburete del bar ni me veo obligada a limpiarles la cara con una toallita.
A las tres
cojo el tren de vuelta a casa, y me permito el lujo de leer un libro durante
casi cuarenta minutos seguidos. Y entonces
me planteo otra vez ¿tengo que trabajar?
Si, necesito trabajar. No solo por el sueldo, que es verdad que no es muy alto
y que la mitad se me va en comedor, transporte y guardería; también por eso de
cotizar todos los meses, una cosa que en un futuro (muy muy lejano) me
permitirá tener una pensión medio decente con la que irme al bingo a Benidorm si
me da la gana. Y por mi salud mental, por salir de casa siete horas y media
cada día a estar entre adultos y a tener un espacio propio. Soy consciente de
la inmensa suerte que tengo, me gusta mi trabajo, y no se puede tener mejor
jefa, no todo el mundo tiene esa suerte, otras madres se quedarán en casa y
harán muy bien. Hay días malos, como todo, pero, por mucho que me cueste
madrugar y mucho que me duela dejar a la pequeña en la guardería, esta es mi
decisión. Tengo que trabajar, porque lo necesito, en todos los aspectos.
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