El guerrero Ninja no está
especializado en batallas en las que se enfrentan dos ejércitos, le
desconcierta la multitud, pero hay días en los que no tienen más remedio que
luchar en esas condiciones.
Puente de diciembre en
Madrid, ¿que hace la gente? La gente va al centro a ver las luces, la plaza
mayor y el Cortylandia; y cuando digo la gente quiero decir TODA la gente que
hay en Madrid. Riadas de gente en unos escasos kilómetros cuadrados, dos
millones según mis cálculos, 30.000 según la delegada del gobierno. Y, como la
familia Ninja también es gente (lo que está por definir según algunos, ya que
nos casamos por lo civil, es si somos familia) pues allá que nos fuimos, al
baño de multitudes.
El equipo constaba de seis
adultos y siete niños. Una de las decisiones acertadas de la tarde fue llegar
al centro en transporte público, la decisión acertada fue la nuestra, los que
se equivocaron fueron los otros viajeros que eligieron el vagón de cercanías en
el que íbamos nosotros. Llegué a ver a una señora huir con expresión de pánico
en cuanto se abrieron las puertas en su parada, no me extraña, siete niños de
entre ocho y dos años, ninguno había echado siesta y todos presentaban tal
nivel de excitación, que un chaval con el típico peinado cani se me acercó para
preguntarme que qué habían tomado los niños y que si le podía pasar un gramo de
eso.
Al bajarnos en la estación
de Sol uno de los padres, este concretamente, procedió a dar las instrucciones precisas: “Que nadie
se suelte de su papá, todo el mundo atento siempre a los mayores y al que le
coja un globo a Mickey o al Spiderman gordo le corto la mano” Listos, podemos
salir. No creo que haya cosa más estresante que atravesar una plaza abarrotada y llena de luces y gente disfrazada con un niño pequeño de la mano. La
posibilidad de que se suelte y desaparezca es tan alta que se te tensa todo el
cuerpo y te concentras tanto en no soltarlo que ni siquiera escuchas “Mamá, me
estas destrozando la mano”.
Por fin llegamos frente al
Corte Inglés, a ver el Cortylandia que es una parada obligatoria porque forma
parte de la tradición navideña de los que fuimos niños en los ochenta. Lo que
pasa es que los que fuimos niños en los ochenta tenemos hijos del 2000 y los
señores del Corte Inglés siguen haciendo lo mismo que se hacía en los ochenta.
La situación que provoca este desfase espacio-temporal es que hay una multitud
de treintañeros cantando la canción de Cortylandia con niños subidos a los
hombros con cara de “¿qué mierda es eso?” “¿cuándo van a empezar los efectos
especiales?” o “en serio, papá, yo te respetaba, pero ya te he perdido el
respeto y solo tengo cinco años”.
La siguiente parada
obligatoria es el mercado de la Plaza Mayor.
Hacía años que no me pasaba y he comprobado cómo se ha intentado acercar a los
mercados navideños de centro Europa, pero en mi opinión ha perdido su encanto,
porque lo bonito era comprarte una mierda de plástico, un niño Jesús y una
peluca rosa todo en el mismo puesto.
Como no hacía frío y
encerrar a los niños en un bar era temerario, nos sentamos en una terraza de la
calle Toledo a tomar chocolate con churros, unas cervezas y un bocata de
calamares. A castizos no nos gana nadie. Al haber menos gente en la calle, los
niños pudieron correr, saltar y hacer la croqueta a sus anchas, y yo tan
tranquila mojando el churro en cerveza, hasta que llegó lo inevitable: “Mama,
pipi”. El cuarto de baño de aquel bar estaba a la altura de su bocadillo de
calamares, vamos, que era una bazofia inmunda. El suelo encharcado, la taza
mojada, la cadena que no funciona. Intento hacer que El Rubio haga pis de pie,
por lo de evitar infecciones y demás, pero el se niega alegando que tiene caca.
Genial. En un ejercicio combinado de equilibrismo y levantamiento de pesas
consigo que el niño evacue con un resultado de 90% de cacas y 70% de pises en
el interior de la taza, bastante bien para ser la primera vez. El problema es
que yo también tenía que eliminar la cerveza de mi cuerpo, y mejor aquí que en
los baños del tren (luego comprobamos que había vuelto a acertar, el baño del
tren era tres veces mas inmundo), así que me cuelgo el bolso del cuello para
que no roce el suelo, me coloco en posición y con una mano sujeto al rubio para
que no se siente mientras que con la otra sujeto la puerta que por supuesto no
tenía cerrojo. El niño, que no se puede estar quieto ni tres segundos, decide
entretenerse dándome palmadas en el culo mientras canta “culo, culo, culo” con
la musiquita del cortylandia. Ahora se la aprende el desgraciao.
La vuelta a casa fue ya mas
relajada, pese al episodio del baño del tren, que no referiré por si hay
lectores sensibles. Puedo resumir que cumplimos con la tradición, lo pasamos
genial y los niños durmieron la mañana siguiente hasta las diez porque estaban reventaos.
No se puede pedir mas, el año que viene repetiremos. Como toda la gente.
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