Si están ustedes leyendo
esto significará que a estas alturas del verano aún sigo viva, lo que es mucho
decir si tenemos en cuenta que la última semana me la he pasado sola ante el
peligro. El peligro, concretamente, son mis dos hijos rodeados de una serie de
circunstancias como la falta de horarios, la alimentación irregular y el exceso
de azúcar en forma de helado; algo que junto al cansancio que acumulo y al
hecho de que no me dejan encadenar ni dos horas seguidas de sueño por la noche,
hace que ese peligro sea directamente mortal. Mortal de necesidad. Y si no me
creen, juzguen ustedes mismos a partir de este cuaderno de bitácora que he
tenido la necesidad de ir escribiendo para de no cruzar definitivamente la
línea de la locura.
Día 1.- Los aborígenes están
contentos y parecen tranquilos; pero he de desconfiar. Han estado dos semanas
con los abuelos y otras dos en un campamento urbano del que la única referencia
que tengo fue el comentario de la coordinadora el día de la reunión “aquí os
los entretenemos hasta que vengáis a buscarlos”. Ósea, que están salvajes. Exactamente
a las 10:25 A.m. tengo la oportunidad de comprobar el nivel de salvajismo al
que me enfrento esta semana. Han roto en tres partes la red de recoger hojas de
la piscina (una vara de aluminio de 3cm. de diámetro) y con ella han fabricado
un escudo protector Jedi y dos espadas láser. Empezamos fuerte.
Día 2.- Como son sólo las
nueve y media y ya les he tenido que castigar cuatro veces por agredirse
mutuamente con objetos de diversa contundencia, decido desafiar a la autoridad competente
(conocida por aquí como policía municipal) y soltar a las fieras en un parque a
riesgo de que me empapelen por disturbios en la vía pública y/o asociación ilícita
para delinquir. Optamos por coger las bicicletas, dado que su característica
principal es que son para el verano, y a la primera de cambio el Rubio enfila
una cuesta con su bici sin pedales, y, piernas en alto y al grito de “ yupiiii”,
termina con la mitad de la piel de una rodilla impresa en el asfalto. Los
gritos desgarradores y la visión de la sangre acaban por convencer al Mayor de
que “si me tiro por esta cuesta voy a morir” y ante su negativa de bajar en la
bici o bajar andando y empujando la bici tengo que bajar yo empujando la bici
con el niño montado en ella.
Afortunadamente al final de la cuesta hay un
parque, situado muy hábilmente por el concejal de turno bajo unas torres con
sus cables de alta tensión. Los columpios son de estos modernos de plástico o
resina o algún material que se carga fácilmente de electricidad estática, y cada
vez que recoges al niño que baja por el tobogán recibes un chispazo, que no
digo yo que no sería bastante útil si estuvieras en parada cardio-respiratoria,
pero que no es el caso. Después de pasar el rato en los columpios y una vez
acumulada en mi cuerpo electricidad suficiente como para abastecer la ciudad de
Segovia durante tres días con sus noches, hay que coger la cuesta de nuevo para
volver a casa, pero esta vez en dirección ascendente. Los aborígenes se
amotinan y se niegan a subir la cuesta pedaleando, lo que me obliga a subir la
cuesta a pie y empujando con cada brazo una bicicleta con su niño
correspondiente montado encima y sin dar una mísera pedalada para ayudar. Voy a
ser la interna con el pecho y los glúteos mas turgentes del manicomio.
6:08
|
Category:
|
5
comentarios